/ sábado 2 de julio de 2022

Asumir la crisis con “rapidez y decisión”

Cerramos la mitad del año y el aumento a los precios de la canasta básica sigue superando las expectativas del mercado y todo indica que seguiremos así, mientras el desorden mundial y sus responsables se nieguen a ponerse la mano en el corazón y dejen de pasarnos facturas que no nos corresponden.

Desde la manteca de cerdo, aceite y grasas comestibles, harina de trigo, aguacate, papa, chile poblano; hasta el gas doméstico, el quesillo, el café y el pan dulce, la inflación gana terreno en una escalada de precios que alcanza ya máximos no vistos en los últimos 21 años.

Al respecto, el mismo expresidente del Banco de México, ahora Director del Banco de Pagos Internacionales (organización internacional financiera que coordina a los bancos centrales de todo el mundo) Agustín Carstens, pidió actuar con “rapidez y decisión” antes de que la inflación se convierta “en un problema difícil de controlar”.

En su reunión anual celebrada el pasado domingo, el BIS (por sus siglas en inglés), advirtió sobre el riesgo de entrar en una nueva era de alta inflación por la combinación de interrupciones persistentes de la pandemia, la guerra en Ucrania, el aumento de los precios de las materias primas y las vulnerabilidades financieras. “El riesgo de esta inflación se cierne sobre la economía global, ya que la amenaza de una nueva era de inflación coincide con una perspectiva de crecimiento más débil y vulnerabilidades financieras elevadas”, advirtió.

Vamos. En un lenguaje menos tecnócrata: estamos hablando de una escalada de precios ante los cuales el poder adquisitivo de los consumidores se ve rebasado. Hay un desequilibrio económico que tiene como epicentro terremotos financieros provocados por un mercado global injusto, polarizado y cuyo control absoluto se encuentra en disputa por los gigantes poderosos, que como Rusia, no escatiman recursos -incluido el de la guerra, para imponer sus leyes y condicionar el futuro de las economías dependientes, como la nuestra.

Y es que desde esta esquina, donde yacemos millones de ciudadanos que vemos ir y venir la volatilidad de los mercados; aquí donde las decisiones solo se acatan y los costos se asumen desde nuestros bolsillos y los estómagos de nuestras familias, la cosa no pinta nada alentadora ni siquiera para dar espacio a la imaginación o al juego de las especulaciones bursátiles. Aquí la inflación y la crisis económica se viven crudamente, se sudan y se encaran de a como nos toque, que por lo regular, es siempre, bailando con la más fea.

Empero, no todo está perdido. Dicen los que se han dedicado a estudiar el fenómeno de la mundialización que la mejor manera de encarar los embates de un modelo económico depredador -cuyas soluciones alas crisis como la actual, son casi siempre castigar los bolsillos de los ciudadanos, con “rapidez y decisión” como propone el grandioso Carstens-, es mirar hacia las soluciones locales, apostar al desarrollo regional desde la micro y pequeña escala, sin renunciar a las oportunidades globales.

Cuentan que el año 2010, mientras el expresidente Felipe Calderón militarizaba al país para evitar una insurrección social e imponerse sobre el control del narcotráfico, en un pueblo de paso ubicado al norte de Veracruz de cuyo nombre no puedo ni acordarme, un grupo de hombres y mujeres diseñó un sistema económico propio e imprimieron una moneda comunitaria a la que llamaron Túmin y osaron tocar una de las fibras más sensibles del sistema económico capitalista: el control del dinero.

La respuesta del Banco de México fue denunciar a los promotores ante la extinta Procuraduría General de la República y solicitó investigar si esta moneda comunitaria estaba suplantando al peso, lo cual, en efecto, resultó absurdo.

Lo que sí era real es que el Túmin representaba una herramienta de intercambio que ayudaba a la economía local y regional a través del llamado “Mercado alternativo, economía solidaria y autogestión”. Un simple punto de partida, un proyecto más que incrementaba la producción y el comercio entre aquellos pueblos totonacas. Era un modelo más que recuperaba el espíritu desinteresado del trueque, como lo hacían sus antepasados y que ahora ayudaba a construir lazos de solidaridad, confianza y ayuda mutua ante un mercado injusto y polarizado.

Doce años después, la experiencia del Túmin se ha diseminado hacia otros pueblos y sectores que ahora organizan bazares, mercados justos, sistemas de producción comunitaria y comercio solidario que abundan a lo largo y ancho del país, como abunda a la vez el fantasma de las famosas criptomonedas.

La diferencia es que lo primero es legítimo, genera beneficios entre pueblos e individuos, alienta y afianza la fede que las cosas pueden mejorar si todos ponemos el granito de arena que nos corresponde. Lo segundo sigue siendo más de lo mismo. Un juego del sistema capitalista que no sólo castiga nuestros bolsillos sino que nos sigue vendiendo espejismos ante la mirada inoperante de los que pueden, pero no se atreven, a tomar decisiones valientes.


Cerramos la mitad del año y el aumento a los precios de la canasta básica sigue superando las expectativas del mercado y todo indica que seguiremos así, mientras el desorden mundial y sus responsables se nieguen a ponerse la mano en el corazón y dejen de pasarnos facturas que no nos corresponden.

Desde la manteca de cerdo, aceite y grasas comestibles, harina de trigo, aguacate, papa, chile poblano; hasta el gas doméstico, el quesillo, el café y el pan dulce, la inflación gana terreno en una escalada de precios que alcanza ya máximos no vistos en los últimos 21 años.

Al respecto, el mismo expresidente del Banco de México, ahora Director del Banco de Pagos Internacionales (organización internacional financiera que coordina a los bancos centrales de todo el mundo) Agustín Carstens, pidió actuar con “rapidez y decisión” antes de que la inflación se convierta “en un problema difícil de controlar”.

En su reunión anual celebrada el pasado domingo, el BIS (por sus siglas en inglés), advirtió sobre el riesgo de entrar en una nueva era de alta inflación por la combinación de interrupciones persistentes de la pandemia, la guerra en Ucrania, el aumento de los precios de las materias primas y las vulnerabilidades financieras. “El riesgo de esta inflación se cierne sobre la economía global, ya que la amenaza de una nueva era de inflación coincide con una perspectiva de crecimiento más débil y vulnerabilidades financieras elevadas”, advirtió.

Vamos. En un lenguaje menos tecnócrata: estamos hablando de una escalada de precios ante los cuales el poder adquisitivo de los consumidores se ve rebasado. Hay un desequilibrio económico que tiene como epicentro terremotos financieros provocados por un mercado global injusto, polarizado y cuyo control absoluto se encuentra en disputa por los gigantes poderosos, que como Rusia, no escatiman recursos -incluido el de la guerra, para imponer sus leyes y condicionar el futuro de las economías dependientes, como la nuestra.

Y es que desde esta esquina, donde yacemos millones de ciudadanos que vemos ir y venir la volatilidad de los mercados; aquí donde las decisiones solo se acatan y los costos se asumen desde nuestros bolsillos y los estómagos de nuestras familias, la cosa no pinta nada alentadora ni siquiera para dar espacio a la imaginación o al juego de las especulaciones bursátiles. Aquí la inflación y la crisis económica se viven crudamente, se sudan y se encaran de a como nos toque, que por lo regular, es siempre, bailando con la más fea.

Empero, no todo está perdido. Dicen los que se han dedicado a estudiar el fenómeno de la mundialización que la mejor manera de encarar los embates de un modelo económico depredador -cuyas soluciones alas crisis como la actual, son casi siempre castigar los bolsillos de los ciudadanos, con “rapidez y decisión” como propone el grandioso Carstens-, es mirar hacia las soluciones locales, apostar al desarrollo regional desde la micro y pequeña escala, sin renunciar a las oportunidades globales.

Cuentan que el año 2010, mientras el expresidente Felipe Calderón militarizaba al país para evitar una insurrección social e imponerse sobre el control del narcotráfico, en un pueblo de paso ubicado al norte de Veracruz de cuyo nombre no puedo ni acordarme, un grupo de hombres y mujeres diseñó un sistema económico propio e imprimieron una moneda comunitaria a la que llamaron Túmin y osaron tocar una de las fibras más sensibles del sistema económico capitalista: el control del dinero.

La respuesta del Banco de México fue denunciar a los promotores ante la extinta Procuraduría General de la República y solicitó investigar si esta moneda comunitaria estaba suplantando al peso, lo cual, en efecto, resultó absurdo.

Lo que sí era real es que el Túmin representaba una herramienta de intercambio que ayudaba a la economía local y regional a través del llamado “Mercado alternativo, economía solidaria y autogestión”. Un simple punto de partida, un proyecto más que incrementaba la producción y el comercio entre aquellos pueblos totonacas. Era un modelo más que recuperaba el espíritu desinteresado del trueque, como lo hacían sus antepasados y que ahora ayudaba a construir lazos de solidaridad, confianza y ayuda mutua ante un mercado injusto y polarizado.

Doce años después, la experiencia del Túmin se ha diseminado hacia otros pueblos y sectores que ahora organizan bazares, mercados justos, sistemas de producción comunitaria y comercio solidario que abundan a lo largo y ancho del país, como abunda a la vez el fantasma de las famosas criptomonedas.

La diferencia es que lo primero es legítimo, genera beneficios entre pueblos e individuos, alienta y afianza la fede que las cosas pueden mejorar si todos ponemos el granito de arena que nos corresponde. Lo segundo sigue siendo más de lo mismo. Un juego del sistema capitalista que no sólo castiga nuestros bolsillos sino que nos sigue vendiendo espejismos ante la mirada inoperante de los que pueden, pero no se atreven, a tomar decisiones valientes.