/ sábado 29 de enero de 2022

Carrereando la chuleta | No les hacemos ningún bien


En más de una ocasión intenté emitir rayos láser con mis ojos para fulminar a la maestra Fulvia, allá en uno de los salones de la Teodomiro Palacios. Con el paso de los días me di cuenta que no poseía superpoderes y que mis deseos de aplicar una fuerza extrasensorial que le detuviera el corazón, o vomitar algún tipo de ácido que la eliminara de la faz de la tierra, eran sólo mis alucinaciones personales.

Al parecer no había de otra más que hacer las cosas como la maestra quería: estudiar, entregar las tareas, obtener completa la maldita lista de puntos de buena conducta, en la cual evidentemente yo no salía bien librado –y aclaro que era un chamaco revoltoso, más nos rebelde– porque de hecho sigo siendo igual de inquieto, no paro de andar de arriba abajo, hablo hasta por los codos y a todo le encuentro la gracia, cualidades, o defectos, según desde dónde lo vea, pero eso hasta hoy me mantiene y me ayuda a sobrevivir.

La estudiada me costaba mucho, eran esos tiempos en donde el maestro era un verdadero maestro (y no un subordinado de los papás) y además tenía la autorización de la mismísima Goya para despejarme la mollera con un par de coscorrones. Hasta eso la maestra nunca me tocó, no hacía falta, así nomás era muy enérgica; no le tembló el pulso reprobarme y hacer que repitiera en año.

El destino, así como es, me tendió una sarcástica jugarreta porque al siguiente año me volvió a tocar la misma salada maestra. Para entonces yo ya sabía que no tenía superpoderes que la borraran de la faz de la tierra, así que no quedaba más que hacer las cosas bien. En esa segunda ronda no me fue tan mal y estuve dentro de los muy buenos promedios, ya sería mucha chingadera que me volviera reprobar, y aclaro en mi defensa que sólo reprobé una materia, español, la cual por cierto sigo reprobando hasta estos días, pero me las arreglo gracias a las samaritanas con las que me topado en la vida y que logran descifrar lo que pienso e intento escribir, pero esa es otra historia que algún día contaré.

Le agradezco tanto a esa maestra. Desafortunadamente ya pasó a mejor vida (y no tuve nada que ver en eso por supuesto) por una lamentable enfermedad, pero se ganó mi cariño y mi reconocimiento, por la forma de enseñar, su empeño por buscar que uno entendiera, pedir que uno participara, cosas que me sirvieron para toda la vida. Y a la larga entendí que haber reprobado fue lo mejor que me pudo haber pasado.

Esto de la pandemia y las clases en línea, la falta de preparación en el tema tecnológico y digital de algunos maestros, la oportunidad de varios papás de poder hacer ellos la tarea, y otras linduras que muchos saben pero pocos admiten, permitió que los promedios subieran hasta niveles dignos de altos coeficientes intelectuales, pero la realidad es otra.

Las clases en línea son una alternativa muy buena, pero también nos demostraron que debemos

mejorar el sistema de enseñanza de los niños y jóvenes, y no es por echarles a perder el nueve que sacaron, cuando en realidad no llegarían ni al seis, es ubicar el verdadero nivel de aprendizaje en que se encuentran nuestros hijos.

Ojalá y las autoridades en educación hagan una reevaluación en donde le permitan al maestro reflejar la realidad de los conocimientos y habilidades de cada alumno, para que realmente salgan bien capacitados, y qué bueno que los papás participen, pero que sea de una manera mucho más activa, no cursando ellos la materia, con tareas impecables, presentaciones dignas de un ingeniero electrónico de la NASA y sacando 10, sino con el maravilloso objetivo de querer que sus hijos aprendan. ¿Usted qué opina?

Cómo siempre quedo a sus órdenes para comentarios, mentadas, o en una de esas que me digan en dónde hay tamales para que yo me haga el parecido, al 962-624-0579, o a rgonzález@diariodelsur.com.mx


En más de una ocasión intenté emitir rayos láser con mis ojos para fulminar a la maestra Fulvia, allá en uno de los salones de la Teodomiro Palacios. Con el paso de los días me di cuenta que no poseía superpoderes y que mis deseos de aplicar una fuerza extrasensorial que le detuviera el corazón, o vomitar algún tipo de ácido que la eliminara de la faz de la tierra, eran sólo mis alucinaciones personales.

Al parecer no había de otra más que hacer las cosas como la maestra quería: estudiar, entregar las tareas, obtener completa la maldita lista de puntos de buena conducta, en la cual evidentemente yo no salía bien librado –y aclaro que era un chamaco revoltoso, más nos rebelde– porque de hecho sigo siendo igual de inquieto, no paro de andar de arriba abajo, hablo hasta por los codos y a todo le encuentro la gracia, cualidades, o defectos, según desde dónde lo vea, pero eso hasta hoy me mantiene y me ayuda a sobrevivir.

La estudiada me costaba mucho, eran esos tiempos en donde el maestro era un verdadero maestro (y no un subordinado de los papás) y además tenía la autorización de la mismísima Goya para despejarme la mollera con un par de coscorrones. Hasta eso la maestra nunca me tocó, no hacía falta, así nomás era muy enérgica; no le tembló el pulso reprobarme y hacer que repitiera en año.

El destino, así como es, me tendió una sarcástica jugarreta porque al siguiente año me volvió a tocar la misma salada maestra. Para entonces yo ya sabía que no tenía superpoderes que la borraran de la faz de la tierra, así que no quedaba más que hacer las cosas bien. En esa segunda ronda no me fue tan mal y estuve dentro de los muy buenos promedios, ya sería mucha chingadera que me volviera reprobar, y aclaro en mi defensa que sólo reprobé una materia, español, la cual por cierto sigo reprobando hasta estos días, pero me las arreglo gracias a las samaritanas con las que me topado en la vida y que logran descifrar lo que pienso e intento escribir, pero esa es otra historia que algún día contaré.

Le agradezco tanto a esa maestra. Desafortunadamente ya pasó a mejor vida (y no tuve nada que ver en eso por supuesto) por una lamentable enfermedad, pero se ganó mi cariño y mi reconocimiento, por la forma de enseñar, su empeño por buscar que uno entendiera, pedir que uno participara, cosas que me sirvieron para toda la vida. Y a la larga entendí que haber reprobado fue lo mejor que me pudo haber pasado.

Esto de la pandemia y las clases en línea, la falta de preparación en el tema tecnológico y digital de algunos maestros, la oportunidad de varios papás de poder hacer ellos la tarea, y otras linduras que muchos saben pero pocos admiten, permitió que los promedios subieran hasta niveles dignos de altos coeficientes intelectuales, pero la realidad es otra.

Las clases en línea son una alternativa muy buena, pero también nos demostraron que debemos

mejorar el sistema de enseñanza de los niños y jóvenes, y no es por echarles a perder el nueve que sacaron, cuando en realidad no llegarían ni al seis, es ubicar el verdadero nivel de aprendizaje en que se encuentran nuestros hijos.

Ojalá y las autoridades en educación hagan una reevaluación en donde le permitan al maestro reflejar la realidad de los conocimientos y habilidades de cada alumno, para que realmente salgan bien capacitados, y qué bueno que los papás participen, pero que sea de una manera mucho más activa, no cursando ellos la materia, con tareas impecables, presentaciones dignas de un ingeniero electrónico de la NASA y sacando 10, sino con el maravilloso objetivo de querer que sus hijos aprendan. ¿Usted qué opina?

Cómo siempre quedo a sus órdenes para comentarios, mentadas, o en una de esas que me digan en dónde hay tamales para que yo me haga el parecido, al 962-624-0579, o a rgonzález@diariodelsur.com.mx