/ martes 10 de mayo de 2022

Joyas Chiapanecas | A mi hermano le gustan las mujeres parecidas a mi mamá

Al idiota de mi hermano Jaime siempre le gustaron las mujeres blancas, gordas y con el pelo pintado de güero, tal y como ha sido mi mamá desde que la recuerdo. Por fortuna ninguna de sus hijas heredamos su look.

Tengo muy presente el baile de graduación de Jaime, cuando terminó su carrera en el Tecnológico de Monterrey, Campus Chiapas. Hasta entonces, toda la familia juraba que Jaime era tan imbécil que jamás obtendría una licenciatura, por lo que mi papá estaba muy contento, orgulloso del logro de su único hijo varón.


Reservó y pagó los cubiertos de tres mesas completas en el salón de fiestas, para poder invitar a mis dos abuelitas, a mis tíos, a mis primos y a los padres de la novia de Jaime, pues mi hermano quería que todos los conociéramos; la ocasión era perfecta.

La fiesta fue muy elegante, todas las mujeres fuimos de largo, mi mamá usó el aderezo de brillantes y esmeraldas que le regalaron cuando se casó, y a mí me permitió usar las perlas naturales engarzadas en platino que mi papá le compró cuando cumplieron sus bodas de plata.

Estábamos ya casi todos sentados, cuando la novia de Jaime y sus padres hicieron acto de aparición. Yo no la conocía, pero la novia de Jaime resultó ser tal y como me la imaginaba: una muchacha de piel muy blanca, grandes senos y nalgas descomunales, redonda por donde quiera que se le viese.

De bellas facciones, su cara era circular y cachetona, enmarcada por una abundante y bien peinada cabellera pintada de rubio cenizo.Sobra decidir que su mamá era igualita a ella, pero con 30 años más, y muy parecida a mi propia madre.

Con su traje negro, su camisa blanca de algodón egipcio y su corbata de seda italiana color rojo sangre, Jaime estaba orgulloso de su título y de su regordeta novia, lujosamente ataviada con un traje rosa de seda, a juego con sus zapatos, su maquillaje, su bolso y su barniz de uñas.

Quien organizó la logística de la fiesta tuvo la “brillante”idea de que mi hermano, con lo imbécil que es y su pobre léxico, fuera quien pronunciara el discurso de despedida a su Alma Mater y a sus ahora excompañeros de clase. No sé quién estaba más contento, Jaime, el recién graduado, o mi papá, el creador del recién graduado.

Los padres de la novia de mi hermano congeniaron a la perfección con los míos. Los señores hablaban de grandes negocios y las señoras no dejaron de abordar ningún tema relacionado con la moda, la cocina o la realeza europea, aderezado todo con alguno que otro chisme de la farándula mexicana.

A la hora del vals, Jaime no dejaba de sonreír por el orgullo que sentía de sí mismo.

Cuando la pareja regresó a sentarse, mi papá dirigió un brindis muy emotivo y aunque en el fondo yo sabía que mi hermano no se las merecía, por imbécil, aquellas bonitas palabras casi me hicieron llorar, al sentir lo ilusionado que estaba mi padre por su vástago triunfante.

Acto seguido, la novia de mi hermano le entregó una bolsita negra y le dijo que ese era su regalo de graduación. Emocionado, él sacó de la bolsa un estuche que contenía un juego de tres plumas Montblanc. Ante tan generoso obsequio se hizo un silencio entre todos los presentes, que solamente se interrumpió cuando él, de la bolsa del saco sacó una cajita azul celeste, delas oficiales de la joyería Tiffany’s de Nueva York, con un anillo de brillantes que Jaime colocó en el regordete dedo de su novia y le preguntó que si quería ser su esposa. Entre risas, lágrimas y besitos ella respondió que sí y todos aplaudimos aquel derroche de cursilería.

La boda fue a lo grande, el padre de la novia se lució con una fiesta para novecientos invitados y la felicidad eterna parecía estar asegurada. La casa en la que se establecieron los recién casados la pagó mi papá y la escrituró a nombre de Jaime, además de que le dio el dinero suficiente para amueblarla y decorarla a su gusto.


Sin embargo, el imbécil de mi hermano empezó su vida profesional con el pie izquierdo y casi fue a dar a la cárcel por malos manejos de dinero. A pesar de que había jurado frente ante un altar serle fiel en las buenas y en las malas, su esposa se negó sistemáticamente a tener hijos hasta que terminó pidiéndole el divorcio a Jaime que como tantas veces he repetido es un pobre imbécil.

Derrotado, quemado con la sociedad y con las élites empresariales de Chiapas, Jaime se fue a probar suerte a la Ciudad de México, en donde se incorporó de inmediato a un grupo de jóvenes profesionistas que lo ayudaron, apoyados por mi padre, a superar sus problemas de carácter hasta convertirlo en un joven heredero, pero ya con fortuna propia.

Cuando menos lo esperábamos, Jaime llamó por teléfono para invitar a toda la familia, incluidas mis dos abuelitas, a una cena que ofrecería en un privado del hotel Four Seasons, de la Ciudad de México, para darnos una noticia. Obviamente “el notición” era que volvería a contraer nupcias, con una muchacha mucho más joven que la anterior. Al presentarla, en medio de aquel elegante salón, antes de darle el anillo, bailó un vals con ella, y desde mi asiento pude ver que sus nalgas y sus piernas eran tan grandes como las de mi mamá, lo mismo que su blanquísima piel, sus voluminosos senos y su cabello pintado de güero.

Al idiota de mi hermano Jaime siempre le gustaron las mujeres blancas, gordas y con el pelo pintado de güero, tal y como ha sido mi mamá desde que la recuerdo. Por fortuna ninguna de sus hijas heredamos su look.

Tengo muy presente el baile de graduación de Jaime, cuando terminó su carrera en el Tecnológico de Monterrey, Campus Chiapas. Hasta entonces, toda la familia juraba que Jaime era tan imbécil que jamás obtendría una licenciatura, por lo que mi papá estaba muy contento, orgulloso del logro de su único hijo varón.


Reservó y pagó los cubiertos de tres mesas completas en el salón de fiestas, para poder invitar a mis dos abuelitas, a mis tíos, a mis primos y a los padres de la novia de Jaime, pues mi hermano quería que todos los conociéramos; la ocasión era perfecta.

La fiesta fue muy elegante, todas las mujeres fuimos de largo, mi mamá usó el aderezo de brillantes y esmeraldas que le regalaron cuando se casó, y a mí me permitió usar las perlas naturales engarzadas en platino que mi papá le compró cuando cumplieron sus bodas de plata.

Estábamos ya casi todos sentados, cuando la novia de Jaime y sus padres hicieron acto de aparición. Yo no la conocía, pero la novia de Jaime resultó ser tal y como me la imaginaba: una muchacha de piel muy blanca, grandes senos y nalgas descomunales, redonda por donde quiera que se le viese.

De bellas facciones, su cara era circular y cachetona, enmarcada por una abundante y bien peinada cabellera pintada de rubio cenizo.Sobra decidir que su mamá era igualita a ella, pero con 30 años más, y muy parecida a mi propia madre.

Con su traje negro, su camisa blanca de algodón egipcio y su corbata de seda italiana color rojo sangre, Jaime estaba orgulloso de su título y de su regordeta novia, lujosamente ataviada con un traje rosa de seda, a juego con sus zapatos, su maquillaje, su bolso y su barniz de uñas.

Quien organizó la logística de la fiesta tuvo la “brillante”idea de que mi hermano, con lo imbécil que es y su pobre léxico, fuera quien pronunciara el discurso de despedida a su Alma Mater y a sus ahora excompañeros de clase. No sé quién estaba más contento, Jaime, el recién graduado, o mi papá, el creador del recién graduado.

Los padres de la novia de mi hermano congeniaron a la perfección con los míos. Los señores hablaban de grandes negocios y las señoras no dejaron de abordar ningún tema relacionado con la moda, la cocina o la realeza europea, aderezado todo con alguno que otro chisme de la farándula mexicana.

A la hora del vals, Jaime no dejaba de sonreír por el orgullo que sentía de sí mismo.

Cuando la pareja regresó a sentarse, mi papá dirigió un brindis muy emotivo y aunque en el fondo yo sabía que mi hermano no se las merecía, por imbécil, aquellas bonitas palabras casi me hicieron llorar, al sentir lo ilusionado que estaba mi padre por su vástago triunfante.

Acto seguido, la novia de mi hermano le entregó una bolsita negra y le dijo que ese era su regalo de graduación. Emocionado, él sacó de la bolsa un estuche que contenía un juego de tres plumas Montblanc. Ante tan generoso obsequio se hizo un silencio entre todos los presentes, que solamente se interrumpió cuando él, de la bolsa del saco sacó una cajita azul celeste, delas oficiales de la joyería Tiffany’s de Nueva York, con un anillo de brillantes que Jaime colocó en el regordete dedo de su novia y le preguntó que si quería ser su esposa. Entre risas, lágrimas y besitos ella respondió que sí y todos aplaudimos aquel derroche de cursilería.

La boda fue a lo grande, el padre de la novia se lució con una fiesta para novecientos invitados y la felicidad eterna parecía estar asegurada. La casa en la que se establecieron los recién casados la pagó mi papá y la escrituró a nombre de Jaime, además de que le dio el dinero suficiente para amueblarla y decorarla a su gusto.


Sin embargo, el imbécil de mi hermano empezó su vida profesional con el pie izquierdo y casi fue a dar a la cárcel por malos manejos de dinero. A pesar de que había jurado frente ante un altar serle fiel en las buenas y en las malas, su esposa se negó sistemáticamente a tener hijos hasta que terminó pidiéndole el divorcio a Jaime que como tantas veces he repetido es un pobre imbécil.

Derrotado, quemado con la sociedad y con las élites empresariales de Chiapas, Jaime se fue a probar suerte a la Ciudad de México, en donde se incorporó de inmediato a un grupo de jóvenes profesionistas que lo ayudaron, apoyados por mi padre, a superar sus problemas de carácter hasta convertirlo en un joven heredero, pero ya con fortuna propia.

Cuando menos lo esperábamos, Jaime llamó por teléfono para invitar a toda la familia, incluidas mis dos abuelitas, a una cena que ofrecería en un privado del hotel Four Seasons, de la Ciudad de México, para darnos una noticia. Obviamente “el notición” era que volvería a contraer nupcias, con una muchacha mucho más joven que la anterior. Al presentarla, en medio de aquel elegante salón, antes de darle el anillo, bailó un vals con ella, y desde mi asiento pude ver que sus nalgas y sus piernas eran tan grandes como las de mi mamá, lo mismo que su blanquísima piel, sus voluminosos senos y su cabello pintado de güero.