/ lunes 8 de noviembre de 2021

Joyas Chiapanecas | ¿Dónde están los niños?


Sabrina estaba muy enamorada de Roberto, su marido, quien trabajaba muy duro para que ella no tuviera que hacerlo y se dedicara a cuidar a sus cuatro hijos y a realizar las labores propias de su hogar.

Vivían bien, pero sin lujos, y para Sabrina aquello era suficiente, no pedía más, ese estilo de vida era el que había soñado tener desde que era niña y estudiaba en el Colegio del Sagrado Corazón. Las monjas le habían enseñado el don de la humildad.

Sin embargo, Sabrina sabía que para que su esposo estuviera a gusto con ella y no se fuera a buscar otras viejas, debía mantenerse joven y bonita, sin lujos, pero joven y bonita.

A pesar de los cuatro partos naturales que había experimentado, sus carnes habían recobrado la firmeza de cuando era soltera, y ella ponía de su parte haciendo ejercicio y cuidando muy bien su dieta.

Desde muy temprano se encargaba de todos los quehaceres domésticos y procuraba que los niños ya hubieran hecho la tarea a tiempo, para que ella pudiera arreglarse y estar lista a la hora que solía llegar Roberto, alrededor de las 7 u 8 de la noche.

“Ten cuidado Sabrinita, me contaron que tu marido anda en malos pasos, no te vaya a llevar entre las patas”, le dijo su prima Rosenda una vez que estuvieron platicando, y Sabrina le respondió que a ella no le gustaban los chismes y que por favor se fuera de su casa porque la había puesto de mal humor.

En cuanto le pasó el coraje, Sabrina se puso un vestido nuevo y trató de cambiar el estilo de su peinado. Sabía que no iría a ninguna parte, pero quería sorprender a Roberto.

Al terminar de arreglarse se miró en el espejo y quedó complacida: no era ninguna reina de belleza, pero tenía lo suyo.

Los niños ya estaban dormidos cuando llamó Roberto desde su celular para avisarle que ya pronto iba a llegar, que pusiera dos platos más en la mesa pues lo acompañaban dos amigos.

Sabrina obedeció a su esposo y se sentó en la sala a esperarlo. Alrededor de las 9 de la noche entró Roberto con dos hombres vestidos como norteños y le dijo que eran sus socios. Ella les sonrió y les trajo unas cervezas para que las bebieran antes de cenar.

“¿Dónde están los niños?”, preguntó uno de los socios y aunque a Sabrina se le hizo rara la pregunta, respondió que se encontraban durmiendo en sus camas, señalando con la mirada hacia el piso de arriba.

Sorprendida primero y horrorizada después, la mujer fue testigo de cómo uno de aquellos hombres se levantó del sillón y sin decir más, subió las escaleras y abatió a sus cuatro pequeños con sendos balazos de pistola mientras el otro sujeto le reventaba los sesos a su marido delante de ella. Paralizada por el pánico Sabrina no pudo siquiera gritar antes de que el mismo sujeto que había asesinado a Roberto, le metiera una bala entre los ojos con la misma pistola.


Sabrina estaba muy enamorada de Roberto, su marido, quien trabajaba muy duro para que ella no tuviera que hacerlo y se dedicara a cuidar a sus cuatro hijos y a realizar las labores propias de su hogar.

Vivían bien, pero sin lujos, y para Sabrina aquello era suficiente, no pedía más, ese estilo de vida era el que había soñado tener desde que era niña y estudiaba en el Colegio del Sagrado Corazón. Las monjas le habían enseñado el don de la humildad.

Sin embargo, Sabrina sabía que para que su esposo estuviera a gusto con ella y no se fuera a buscar otras viejas, debía mantenerse joven y bonita, sin lujos, pero joven y bonita.

A pesar de los cuatro partos naturales que había experimentado, sus carnes habían recobrado la firmeza de cuando era soltera, y ella ponía de su parte haciendo ejercicio y cuidando muy bien su dieta.

Desde muy temprano se encargaba de todos los quehaceres domésticos y procuraba que los niños ya hubieran hecho la tarea a tiempo, para que ella pudiera arreglarse y estar lista a la hora que solía llegar Roberto, alrededor de las 7 u 8 de la noche.

“Ten cuidado Sabrinita, me contaron que tu marido anda en malos pasos, no te vaya a llevar entre las patas”, le dijo su prima Rosenda una vez que estuvieron platicando, y Sabrina le respondió que a ella no le gustaban los chismes y que por favor se fuera de su casa porque la había puesto de mal humor.

En cuanto le pasó el coraje, Sabrina se puso un vestido nuevo y trató de cambiar el estilo de su peinado. Sabía que no iría a ninguna parte, pero quería sorprender a Roberto.

Al terminar de arreglarse se miró en el espejo y quedó complacida: no era ninguna reina de belleza, pero tenía lo suyo.

Los niños ya estaban dormidos cuando llamó Roberto desde su celular para avisarle que ya pronto iba a llegar, que pusiera dos platos más en la mesa pues lo acompañaban dos amigos.

Sabrina obedeció a su esposo y se sentó en la sala a esperarlo. Alrededor de las 9 de la noche entró Roberto con dos hombres vestidos como norteños y le dijo que eran sus socios. Ella les sonrió y les trajo unas cervezas para que las bebieran antes de cenar.

“¿Dónde están los niños?”, preguntó uno de los socios y aunque a Sabrina se le hizo rara la pregunta, respondió que se encontraban durmiendo en sus camas, señalando con la mirada hacia el piso de arriba.

Sorprendida primero y horrorizada después, la mujer fue testigo de cómo uno de aquellos hombres se levantó del sillón y sin decir más, subió las escaleras y abatió a sus cuatro pequeños con sendos balazos de pistola mientras el otro sujeto le reventaba los sesos a su marido delante de ella. Paralizada por el pánico Sabrina no pudo siquiera gritar antes de que el mismo sujeto que había asesinado a Roberto, le metiera una bala entre los ojos con la misma pistola.