/ martes 7 de junio de 2022

Joyas chiapanecas | El abrigo de pieles de la argentina

Una de mis profesoras favoritas del tiempo en el que estudiaba la carrera de derecho en la Universidad Autónoma Metropolitana de la Ciudad de México, era una criminóloga argentina muy inteligente y cultivada, pero, sobre todo, elegantísima. Según me enteré después, en Buenos Aires era toda una celebridad, pero vivía en México en calidad de asilada política.

La universidad era pública, y a ella asistíamos alumnos, profesores y empleados de todos los estratos sociales, por lo que la variedad de atuendos y su calidad era verdaderamente asombrosa.

Sin embargo, ella, la argentina, siempre llamaba la atención con su acertada manera de vestir. Tengo muy presente una clase que empezaba muy puntual a las 7 de la mañana, en la que generalmente se sentía mucho frío, ya que el viento helado penetraba por todas partes al salón.

A mediados de enero, a esas horas, todavía estaba oscuro y recuerdo una ocasión en la que cayó una helada tan intensa en el Valle, que casi sólo llegamos a esa clase los que teníamos coche.

“Yo creo que hoy la argentina no viene”, comentó una compañera, cuando de pronto, con una puntualidad militar, la profesora abrió la puerta del salón, sorprendiéndonos a todos con un regio abrigo de mink con las solapas levantadas, que la protegía de la baja temperatura y que parecía haber sido hecho a su medida, lo cual era muy probable.

Sin preámbulos empezó la clase, y mientras nosotros tomábamos notas y buscábamos datos en los libros, ella no paraba de hablar acerca de los delitos de cuello blanco, que en aquel entonces eran la novedad.

Caminaba y caminaba de un extremo al otro del salón de clases, como modelando el abrigo y yo casi no podía dejar de mirarla. Impecablemente peinada y maquillada, debajo del mink llevaba un vestido gris de corte recto, un collar de perlas, las piernas enfundadas en medias color humo y zapatos de altísimos tacones que tintineaban al caminar. Fumaba y fumaba sin dejar de hablar, y en cada colilla dejaba la huella de su lipstick color rojo intenso.

Era tan altiva para hablar, que su acento argentino, lejos de ser chocante era imponente, y a mí me gustaba tanto que me costaba trabajo concentrarme en la materia.

La sesión duraba dos horas con un receso de diez minutos, pero ella seguía de largo para dejarnos salir antes. Al cuarto para las nueve concluyó magistralmente su disertación, nos encargó una lectura para la clase siguiente, se despidió y yo me quedé viéndola desde la ventana del salón.

Todavía hacía frío, pero ya había claridad, y la profesora caminó hasta su auto luciendo su abrigo de pieles, como si en lugar de estar en una universidad de México, estuviera en el restaurante más caro de Nueva York. En eso pensaba cuando llegó el profesor de derecho procesal agrario, un regordete cuarentón con tipo de oaxaqueño, que más bien parecía vendedor de nieves y que me sacó de mi marasmo.

Sin embargo, el olor del perfume de la argentina tardó en disiparse, lo mismo que su recuerdo.


Correo: santapiedra@gmail.com

Una de mis profesoras favoritas del tiempo en el que estudiaba la carrera de derecho en la Universidad Autónoma Metropolitana de la Ciudad de México, era una criminóloga argentina muy inteligente y cultivada, pero, sobre todo, elegantísima. Según me enteré después, en Buenos Aires era toda una celebridad, pero vivía en México en calidad de asilada política.

La universidad era pública, y a ella asistíamos alumnos, profesores y empleados de todos los estratos sociales, por lo que la variedad de atuendos y su calidad era verdaderamente asombrosa.

Sin embargo, ella, la argentina, siempre llamaba la atención con su acertada manera de vestir. Tengo muy presente una clase que empezaba muy puntual a las 7 de la mañana, en la que generalmente se sentía mucho frío, ya que el viento helado penetraba por todas partes al salón.

A mediados de enero, a esas horas, todavía estaba oscuro y recuerdo una ocasión en la que cayó una helada tan intensa en el Valle, que casi sólo llegamos a esa clase los que teníamos coche.

“Yo creo que hoy la argentina no viene”, comentó una compañera, cuando de pronto, con una puntualidad militar, la profesora abrió la puerta del salón, sorprendiéndonos a todos con un regio abrigo de mink con las solapas levantadas, que la protegía de la baja temperatura y que parecía haber sido hecho a su medida, lo cual era muy probable.

Sin preámbulos empezó la clase, y mientras nosotros tomábamos notas y buscábamos datos en los libros, ella no paraba de hablar acerca de los delitos de cuello blanco, que en aquel entonces eran la novedad.

Caminaba y caminaba de un extremo al otro del salón de clases, como modelando el abrigo y yo casi no podía dejar de mirarla. Impecablemente peinada y maquillada, debajo del mink llevaba un vestido gris de corte recto, un collar de perlas, las piernas enfundadas en medias color humo y zapatos de altísimos tacones que tintineaban al caminar. Fumaba y fumaba sin dejar de hablar, y en cada colilla dejaba la huella de su lipstick color rojo intenso.

Era tan altiva para hablar, que su acento argentino, lejos de ser chocante era imponente, y a mí me gustaba tanto que me costaba trabajo concentrarme en la materia.

La sesión duraba dos horas con un receso de diez minutos, pero ella seguía de largo para dejarnos salir antes. Al cuarto para las nueve concluyó magistralmente su disertación, nos encargó una lectura para la clase siguiente, se despidió y yo me quedé viéndola desde la ventana del salón.

Todavía hacía frío, pero ya había claridad, y la profesora caminó hasta su auto luciendo su abrigo de pieles, como si en lugar de estar en una universidad de México, estuviera en el restaurante más caro de Nueva York. En eso pensaba cuando llegó el profesor de derecho procesal agrario, un regordete cuarentón con tipo de oaxaqueño, que más bien parecía vendedor de nieves y que me sacó de mi marasmo.

Sin embargo, el olor del perfume de la argentina tardó en disiparse, lo mismo que su recuerdo.


Correo: santapiedra@gmail.com