/ martes 17 de agosto de 2021

Joyas Chiapanecas | El que busca… encuentra


El cadáver de la anciana yacía inerte tendido en su cama, uno de los pocos muebles de aquella casucha de interés social, de una sola habitación, que había servido a la mujer para vivir, comer y dormir durante los solitarios últimos años de su vida.

Pasó ese tiempo esperando a que Dolores, su única hija, fuera a visitarla, a estar con ella, a mitigar un poco la sensación de abandono que suele acompañar la vejez. Pero Dolores no llegó a tiempo para hallarla con vida, lo hizo al día siguiente del deceso.

Aunque vivía en la misma ciudad que su madre, nunca la visitaba. Odiaba regresar al barrio miserable del que tanto trabajo le había costado salir, y tampoco podía presentar a aquella vieja zarrapastrosa como su madre, ante el nuevo círculo social al que ahora pertenecía por el ventajoso matrimonio que había hecho con el jefe del cual era secretaria.

Siempre se prometía a sí misma hacer un esfuerzo para visitar a su mamá, llevarle un pastelito o alguna baratija, pero nunca lo hacía, siempre se anteponían sus compromisos con las señoras del club, las piñatas a las que llevaba a sus hijos, las jugadas de barajas o cosas así.

El caso es que una mañana la vecina de su madre le telefoneó a su celular para informarle que su progenitora había amanecido muerta y que tenía que ir para hacerse cargo. Se puso un vestido ligero de algodón, se cubrió el cabello con una mascada de seda y los ojos con gigantescos lentes oscuros.

Se presentó en la vivienda de su madre, la vecina estaba adentro, como acompañando al cuerpo de la muerta. Dolores apenas y la saludó y echó una ojeada al cadáver. Su marido le había dicho que ya lo tenía todo arreglado y que no tardaría en llegar una agencia funeraria para hacerse cargo de todo.

Sin decir palabra, Dolores se puso a husmear en todas partes, como buscando algo que sabía que debería estar en algún lugar. Abrió cajones, revolvió la ropa, los documentos, los objetos personales, los cubiertos, los trastos de cocina y casi todo lo que había en la habitación, sin obtener resultado.

“¿Qué es lo que busca?”, le preguntó la vecina pero Dolores no le contestó, concentrada en encontrar lo que ansiaba hallar. De pronto, como una iluminación divina, Dolores descubrió en la parte más alta de un armario una pequeña maleta, la cual bajó con mucho cuidado para no caerse ya que sus zapatos tenían muy altos tacones. En el único silloncito que había en el cuarto, la dama colocó la valija y sin más preámbulo la abrió para seguir buscando. Al hacerlo, una víbora nauyaca, enroscada dentro, le saltó encima y le encajó los colmillos en el cuello. Herida de muerte por aquella ponzoña, Dolores apenas podía pronunciar algunas palabras “¿por qué?”, alcanzó a preguntar. “Porque el que busca encuentra”, respondió la vecina.


El cadáver de la anciana yacía inerte tendido en su cama, uno de los pocos muebles de aquella casucha de interés social, de una sola habitación, que había servido a la mujer para vivir, comer y dormir durante los solitarios últimos años de su vida.

Pasó ese tiempo esperando a que Dolores, su única hija, fuera a visitarla, a estar con ella, a mitigar un poco la sensación de abandono que suele acompañar la vejez. Pero Dolores no llegó a tiempo para hallarla con vida, lo hizo al día siguiente del deceso.

Aunque vivía en la misma ciudad que su madre, nunca la visitaba. Odiaba regresar al barrio miserable del que tanto trabajo le había costado salir, y tampoco podía presentar a aquella vieja zarrapastrosa como su madre, ante el nuevo círculo social al que ahora pertenecía por el ventajoso matrimonio que había hecho con el jefe del cual era secretaria.

Siempre se prometía a sí misma hacer un esfuerzo para visitar a su mamá, llevarle un pastelito o alguna baratija, pero nunca lo hacía, siempre se anteponían sus compromisos con las señoras del club, las piñatas a las que llevaba a sus hijos, las jugadas de barajas o cosas así.

El caso es que una mañana la vecina de su madre le telefoneó a su celular para informarle que su progenitora había amanecido muerta y que tenía que ir para hacerse cargo. Se puso un vestido ligero de algodón, se cubrió el cabello con una mascada de seda y los ojos con gigantescos lentes oscuros.

Se presentó en la vivienda de su madre, la vecina estaba adentro, como acompañando al cuerpo de la muerta. Dolores apenas y la saludó y echó una ojeada al cadáver. Su marido le había dicho que ya lo tenía todo arreglado y que no tardaría en llegar una agencia funeraria para hacerse cargo de todo.

Sin decir palabra, Dolores se puso a husmear en todas partes, como buscando algo que sabía que debería estar en algún lugar. Abrió cajones, revolvió la ropa, los documentos, los objetos personales, los cubiertos, los trastos de cocina y casi todo lo que había en la habitación, sin obtener resultado.

“¿Qué es lo que busca?”, le preguntó la vecina pero Dolores no le contestó, concentrada en encontrar lo que ansiaba hallar. De pronto, como una iluminación divina, Dolores descubrió en la parte más alta de un armario una pequeña maleta, la cual bajó con mucho cuidado para no caerse ya que sus zapatos tenían muy altos tacones. En el único silloncito que había en el cuarto, la dama colocó la valija y sin más preámbulo la abrió para seguir buscando. Al hacerlo, una víbora nauyaca, enroscada dentro, le saltó encima y le encajó los colmillos en el cuello. Herida de muerte por aquella ponzoña, Dolores apenas podía pronunciar algunas palabras “¿por qué?”, alcanzó a preguntar. “Porque el que busca encuentra”, respondió la vecina.