/ jueves 25 de marzo de 2021

Joyas Chiapanecas | La Casa del Chato


“¿Quieres conocer la casa del Chato?”, me preguntó un buen amigo hace muchos años, a principios de la década de los años 80. En ese entonces, yo estudiaba la carrera de derecho en la Ciudad de México. Vivía en Satélite y aunque la casa del Chato estaba hasta la colonia Roma Norte, siempre había querido conocerla.

A bordo de mi Volks Wagen color naranja, aquel tipo y yo nos fuimos para allá, y no tardamos mucho tiempo en llegar, pues tanto el periférico como el viaducto estaban relativamente vacíos en esa dirección y a esa hora.

El Chato vivía en una de las calles paralelas a Álvaro Obregón, muy cerca de Insurgentes, en una casa construida en 1908, tal como podía leerse en una plancha de mármol estilo Art Noveau, colocada junto al portón, en la que también figuraban el número y el nombre del arquitecto que la construtó.

Para ser de tipo habitacional y estar en una colonia tan céntrica, la construcción era muy grande y como sucedía en toda la colonia Roma, en la calle había muy poco lugar para estacionarse. Mi amigo bajó del auto y tocó en uno de los ventanales de piso a techo que daban a la banqueta. Después de identificarse, le arrojaron una llave, con la que abrió el portón de aquella residencia porfiriana, para permitirme el paso a mí y a mi vehículo.

“Para el coche donde puedas”, me dijo mi amigo, y asombrado descubrí que el espacio era realmente enorme, poblado de plantas, fuentes y muchos ahuehuetes milenarios. “Es increíble que esta gente tenga su propio bosque privado en una zona tan densamente poblada”, comenté a mi amigo, y él respondió que esperara a ver lo mejor de todo.

Nos acercamos a lo construcción, cuyo acceso era una escalera doble de piedra, con barandales retorcidos, esculturas y otros elementos arquitectónicos de lujo. Una anciana, muy bien vestida, pero muy anciana, nos preguntó si éramos amigos del Chato, y le respondimos que sí, que veníamos a visitarlo. Nos dijo que ella era su abuela, que él estaba en su cuarto, que ella podía guiarnos y apoyada en su bastón de ébano y marfil, nos condujo a la puerta de la recámara de su nieto, la misma desde donde habían aventado la llave para meter el carro.

Al abrirse aquella puerta todo pasó a segundo término. Decorada palaciegamente, con muebles finísimos, candiles de cristal cortado, tapetes orientales y ese tipo de cosas, la habitación, totalmente afrancesada, remitía a una época de pasada opulencia que se resistía a desaparecer.

El chato era un hombre delgado, rubio, de pelo largo, de entre 40 y 45 años de edad. Vestía solamente unos diminutos calzoncillos y calcetines, y estaba tumbado sobre la cama, acompañado de su novia, una morena ataviada al estilo “punk but chic” que en ese entonces era el último grito de la moda.

También presentes había personalidades famosas, que yo reconocí de inmediato: actrices de telenovela, futbolistas, vedettes y hasta el afamado conductor de un noticiero. Sin el menor pudor, mostrando todo lo que su ropa interior trataba inútilmente de ocultar, el Chato se levantó de la cama y nos sirvió coñac en sendas copas de cristal cortado, para después invitarnos a consumir todo el alcohol, cocaína y marihuana que quisiéramos.

Han pasado más de cuarenta años desde aquella noche, al Chato lo mataron unos narcotraficantes a los que les debía dinero, su novia se casó con otro y se volvió “dama de sociedad”; y la mayoría de las celebridades presentes ya están muertas, pero para mí el recuerdo de la velada sigue tan vivo como cuando ocurrió.


REDES SOCIALES

E Mail: santapiedra@gmail.com

FB: Julio Domínguez Balboa

Instagram: @Gran_Duque_Julio

Twitter: @hermosoduque


“¿Quieres conocer la casa del Chato?”, me preguntó un buen amigo hace muchos años, a principios de la década de los años 80. En ese entonces, yo estudiaba la carrera de derecho en la Ciudad de México. Vivía en Satélite y aunque la casa del Chato estaba hasta la colonia Roma Norte, siempre había querido conocerla.

A bordo de mi Volks Wagen color naranja, aquel tipo y yo nos fuimos para allá, y no tardamos mucho tiempo en llegar, pues tanto el periférico como el viaducto estaban relativamente vacíos en esa dirección y a esa hora.

El Chato vivía en una de las calles paralelas a Álvaro Obregón, muy cerca de Insurgentes, en una casa construida en 1908, tal como podía leerse en una plancha de mármol estilo Art Noveau, colocada junto al portón, en la que también figuraban el número y el nombre del arquitecto que la construtó.

Para ser de tipo habitacional y estar en una colonia tan céntrica, la construcción era muy grande y como sucedía en toda la colonia Roma, en la calle había muy poco lugar para estacionarse. Mi amigo bajó del auto y tocó en uno de los ventanales de piso a techo que daban a la banqueta. Después de identificarse, le arrojaron una llave, con la que abrió el portón de aquella residencia porfiriana, para permitirme el paso a mí y a mi vehículo.

“Para el coche donde puedas”, me dijo mi amigo, y asombrado descubrí que el espacio era realmente enorme, poblado de plantas, fuentes y muchos ahuehuetes milenarios. “Es increíble que esta gente tenga su propio bosque privado en una zona tan densamente poblada”, comenté a mi amigo, y él respondió que esperara a ver lo mejor de todo.

Nos acercamos a lo construcción, cuyo acceso era una escalera doble de piedra, con barandales retorcidos, esculturas y otros elementos arquitectónicos de lujo. Una anciana, muy bien vestida, pero muy anciana, nos preguntó si éramos amigos del Chato, y le respondimos que sí, que veníamos a visitarlo. Nos dijo que ella era su abuela, que él estaba en su cuarto, que ella podía guiarnos y apoyada en su bastón de ébano y marfil, nos condujo a la puerta de la recámara de su nieto, la misma desde donde habían aventado la llave para meter el carro.

Al abrirse aquella puerta todo pasó a segundo término. Decorada palaciegamente, con muebles finísimos, candiles de cristal cortado, tapetes orientales y ese tipo de cosas, la habitación, totalmente afrancesada, remitía a una época de pasada opulencia que se resistía a desaparecer.

El chato era un hombre delgado, rubio, de pelo largo, de entre 40 y 45 años de edad. Vestía solamente unos diminutos calzoncillos y calcetines, y estaba tumbado sobre la cama, acompañado de su novia, una morena ataviada al estilo “punk but chic” que en ese entonces era el último grito de la moda.

También presentes había personalidades famosas, que yo reconocí de inmediato: actrices de telenovela, futbolistas, vedettes y hasta el afamado conductor de un noticiero. Sin el menor pudor, mostrando todo lo que su ropa interior trataba inútilmente de ocultar, el Chato se levantó de la cama y nos sirvió coñac en sendas copas de cristal cortado, para después invitarnos a consumir todo el alcohol, cocaína y marihuana que quisiéramos.

Han pasado más de cuarenta años desde aquella noche, al Chato lo mataron unos narcotraficantes a los que les debía dinero, su novia se casó con otro y se volvió “dama de sociedad”; y la mayoría de las celebridades presentes ya están muertas, pero para mí el recuerdo de la velada sigue tan vivo como cuando ocurrió.


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