/ martes 16 de marzo de 2021

Joyas Chiapanecas | Personal de servicio


Hace algunos años hice una cita con un periodista muy joven pero entusiasta, para planear un proyecto que teníamos en común. Quedamos de vernos en un café con mesas en una terraza y yo llegué antes para esperarlo.

Eran las cinco de la tarde y hacía calor, pero una fresca ventisca se encargaba de refrescar a la concurrencia sentada al aire libre. Pedí un expreso delicioso, solo, sin azúcar, como siempre me ha gustado el café.

Al poco rato vi a mi conocido bajar de una gran camioneta pick up, reluciente, color blanco y del modelo del año. El joven intercambió unas palabras con el hombre que venía al volante, un sesentón, con sombrero tejano y camisa a cuadros, que inmediatamente después arrancó el vehículo.

Con la timidez propia de quien se inicia en un oficio, el joven se acercó a la mesa y después de saludar se sentó, justamente frente a mí. Le pregunté que qué quería tomar y me respondió que lo mismo que yo.

Después de ordenar al mesero, para iniciar la plática, le pregunté si el hombre que lo había pasado a dejar era su chofer y, atónito, él me contestó con los ojos muy abiertos que no la chingara, que era su papá.

“No te pongas así, es que con el reflejo del sol no pude verlo bien”, le hice saber a modo de disculpa, pero aquello no era verdad, el papá sí tenía tipo de chofer de político, de ganadero o de comerciante, pero toda la facha de conductor a sueldo.

Aparentemente él quedó satisfecho con la explicación y sonrió como dando a entender que comprendía mi garrafal error. Nos pusimos a trabajar toda la tarde y cuando terminamos, le dije que no se preocupara en molestar a su padre, que yo podía llevarlo a su casa, lo cual hice.

Días después, estábamos hablando por el celular cuando de pronto se cortó la llamada. Tratamos de recuperar la comunicación, pero había mucha interferencia. Me pidió que le marcara yo. Busqué su nombre en el directorio de mi teléfono y empezó a llamar.

Para mi sorpresa, no me respondió él sino una mujer con acento y léxico sumamente regionales. “¿Está Perencejo?”, le pregunté y ella me pregunto que si Perencejo grande o Perencejo chico. Le respondí que el chico y entonces ella increíblemente me salió con la pregunta de que qué número había marcado, dándome a entender que ella no tenía ni puta idea de quien era Perencejo grande ni, mucho menos, Perencejo chico.

“No entiendo como a las criadas pendejas como tú las dejan contestar el teléfono”, le espeté, y corté la llamada, con enojo. No entendía que era lo que había pasado si había marcado el número de mi amigo.

De pronto sonó mi celular y era él. Directamente me dijo: “que dice mi mamá que ella no es criada ni pendeja”. Sumamente avergonzado, le rogué que me disculpara pero que yo había esperado que me contestara él y no aquella señora.

“Es que marcaste a mi casa no a mi celular”. Traté de que entendiera que no recordaba que me hubiera dado el número de su casa, que eso me había confundido. “Sí, cómo no” fue su respuesta y ya no quiso seguir hablando del proyecto. Me dijo que me buscaría al día siguiente pero nunca más lo hizo, y cuando yo traté de hacerlo noté que me había bloqueado.

Todos los fracasos duelen, y estaba yo una tarde rumiando aquél en particular, cuando para tranquilizarme me dije: “no entiendo porque le ofendió tanto que confundiera a sus padres con el personal de servicio si servir es un empleo tan honrado y decente como cualquier otro”. Sin lograr espantar la melancolía, en silencio, “es cierto”, me respondí.


Hace algunos años hice una cita con un periodista muy joven pero entusiasta, para planear un proyecto que teníamos en común. Quedamos de vernos en un café con mesas en una terraza y yo llegué antes para esperarlo.

Eran las cinco de la tarde y hacía calor, pero una fresca ventisca se encargaba de refrescar a la concurrencia sentada al aire libre. Pedí un expreso delicioso, solo, sin azúcar, como siempre me ha gustado el café.

Al poco rato vi a mi conocido bajar de una gran camioneta pick up, reluciente, color blanco y del modelo del año. El joven intercambió unas palabras con el hombre que venía al volante, un sesentón, con sombrero tejano y camisa a cuadros, que inmediatamente después arrancó el vehículo.

Con la timidez propia de quien se inicia en un oficio, el joven se acercó a la mesa y después de saludar se sentó, justamente frente a mí. Le pregunté que qué quería tomar y me respondió que lo mismo que yo.

Después de ordenar al mesero, para iniciar la plática, le pregunté si el hombre que lo había pasado a dejar era su chofer y, atónito, él me contestó con los ojos muy abiertos que no la chingara, que era su papá.

“No te pongas así, es que con el reflejo del sol no pude verlo bien”, le hice saber a modo de disculpa, pero aquello no era verdad, el papá sí tenía tipo de chofer de político, de ganadero o de comerciante, pero toda la facha de conductor a sueldo.

Aparentemente él quedó satisfecho con la explicación y sonrió como dando a entender que comprendía mi garrafal error. Nos pusimos a trabajar toda la tarde y cuando terminamos, le dije que no se preocupara en molestar a su padre, que yo podía llevarlo a su casa, lo cual hice.

Días después, estábamos hablando por el celular cuando de pronto se cortó la llamada. Tratamos de recuperar la comunicación, pero había mucha interferencia. Me pidió que le marcara yo. Busqué su nombre en el directorio de mi teléfono y empezó a llamar.

Para mi sorpresa, no me respondió él sino una mujer con acento y léxico sumamente regionales. “¿Está Perencejo?”, le pregunté y ella me pregunto que si Perencejo grande o Perencejo chico. Le respondí que el chico y entonces ella increíblemente me salió con la pregunta de que qué número había marcado, dándome a entender que ella no tenía ni puta idea de quien era Perencejo grande ni, mucho menos, Perencejo chico.

“No entiendo como a las criadas pendejas como tú las dejan contestar el teléfono”, le espeté, y corté la llamada, con enojo. No entendía que era lo que había pasado si había marcado el número de mi amigo.

De pronto sonó mi celular y era él. Directamente me dijo: “que dice mi mamá que ella no es criada ni pendeja”. Sumamente avergonzado, le rogué que me disculpara pero que yo había esperado que me contestara él y no aquella señora.

“Es que marcaste a mi casa no a mi celular”. Traté de que entendiera que no recordaba que me hubiera dado el número de su casa, que eso me había confundido. “Sí, cómo no” fue su respuesta y ya no quiso seguir hablando del proyecto. Me dijo que me buscaría al día siguiente pero nunca más lo hizo, y cuando yo traté de hacerlo noté que me había bloqueado.

Todos los fracasos duelen, y estaba yo una tarde rumiando aquél en particular, cuando para tranquilizarme me dije: “no entiendo porque le ofendió tanto que confundiera a sus padres con el personal de servicio si servir es un empleo tan honrado y decente como cualquier otro”. Sin lograr espantar la melancolía, en silencio, “es cierto”, me respondí.