/ martes 28 de junio de 2022

Joyas chiapanecas | El pollito


Tendría seis o siete años de edad cuando tuve mi primera mascota.

En mi casa no estaba permitido tener animales y mis hermanos y yo sufríamos en silencio aquella norma impuesta por mi padre con energía.

Sin embargo, en cierta ocasión, en la kermés de una escuela que no era la mía, por alguna razón, en un concurso obtuve, como premio de consolación, un pollito precioso, amarillo, con ojitos negros y un piquito divino.

Me parecía el animal más bello que había visto en mi vida y cuando fue mi mamá a recogerme al sitio en el que se celebraba aquella verbena, en la que me había abandonado la familia del amigo con el que había llegado, al ver al pollo me dijo que su permanencia en la casa dependería de lo que dijese mi papá al verlo.

Mi ansiedad se calmó un poco cuando con cierto asco, mi padre accedió a que mi mascota se quedara a vivir en la casa.

Entre la muchacha, mis hermanos y yo hicimos una casa para el pollito con una caja de cartón, y no dejábamos de acariciarlo y de tratar todas las formas imaginables de alimentarlo: pedacitos de tortilla, de pan bimbo, de frutas.

En una tapadera de garrafón le pusimos agua. Ese día fue maravilloso y el ave bebé pasaba de regazo en regazo pues todos queríamos acariciarlo, brindarle cariño.

A la hora de dormir, la muchacha colocó la casa-caja de cartón junto a mi cama y apagó las luces para que mi hermano y yo, que compartíamos el cuarto, nos durmiéramos.

Fue entonces que advertí que aquel animal no sólo era insomne, sino que no dejaba de piar, por más intentos que hacíamos para que conciliara el sueño.

Después de un buen rato, decidí subir al pollito a mi cama y acurrucarlo junto a mí para que no extrañara a su mamá (en ese entonces yo no sabía lo que era una incubadora).

El pío, pío jamás cesó y yo me quedé profundamente dormido. A la mañana siguiente, lo primero que hice fue pensar en el pollo, y abrí desorbitadamente los ojos al descubrir que su lánguido cadáver yacía asfixiado debajo de mi propio cuerpo. Inmóvil, silente, pero sin vida.




Tendría seis o siete años de edad cuando tuve mi primera mascota.

En mi casa no estaba permitido tener animales y mis hermanos y yo sufríamos en silencio aquella norma impuesta por mi padre con energía.

Sin embargo, en cierta ocasión, en la kermés de una escuela que no era la mía, por alguna razón, en un concurso obtuve, como premio de consolación, un pollito precioso, amarillo, con ojitos negros y un piquito divino.

Me parecía el animal más bello que había visto en mi vida y cuando fue mi mamá a recogerme al sitio en el que se celebraba aquella verbena, en la que me había abandonado la familia del amigo con el que había llegado, al ver al pollo me dijo que su permanencia en la casa dependería de lo que dijese mi papá al verlo.

Mi ansiedad se calmó un poco cuando con cierto asco, mi padre accedió a que mi mascota se quedara a vivir en la casa.

Entre la muchacha, mis hermanos y yo hicimos una casa para el pollito con una caja de cartón, y no dejábamos de acariciarlo y de tratar todas las formas imaginables de alimentarlo: pedacitos de tortilla, de pan bimbo, de frutas.

En una tapadera de garrafón le pusimos agua. Ese día fue maravilloso y el ave bebé pasaba de regazo en regazo pues todos queríamos acariciarlo, brindarle cariño.

A la hora de dormir, la muchacha colocó la casa-caja de cartón junto a mi cama y apagó las luces para que mi hermano y yo, que compartíamos el cuarto, nos durmiéramos.

Fue entonces que advertí que aquel animal no sólo era insomne, sino que no dejaba de piar, por más intentos que hacíamos para que conciliara el sueño.

Después de un buen rato, decidí subir al pollito a mi cama y acurrucarlo junto a mí para que no extrañara a su mamá (en ese entonces yo no sabía lo que era una incubadora).

El pío, pío jamás cesó y yo me quedé profundamente dormido. A la mañana siguiente, lo primero que hice fue pensar en el pollo, y abrí desorbitadamente los ojos al descubrir que su lánguido cadáver yacía asfixiado debajo de mi propio cuerpo. Inmóvil, silente, pero sin vida.