/ martes 27 de abril de 2021

Joyas chiapanecas | La dama en el concierto


En plena época del periodo presidencial de Carlos Salinas de Gortari, la vida me llevó a ocupar un puesto directivo en el departamento de asuntos Jurídicos del Instituto Nacional de Bellas Artes. Era el responsable de todo tipo de contratos y convenios, además de los asuntos migratorios, tanto del personal académico extranjero como de los artistas internacionales que se presentaban en México.

Era joven, guapo, culto, avispado y ¿por qué no decirlo? tenía tipo de gente decente, lo que me facilitaba el trato con todo tipo de personalidades, incluyendo glorias de la cultura mexicana y del mundo.

Además, entre mis prerrogativas estaba recibir, desde cada jueves, boletos de cortesía para los mejores lugares de cualquier espectáculo que presentara el Instituto, que en aquel entonces monopolizaba la cultura, especialmente en la Ciudad de México, una urbe exquisita que brindaba la posibilidad de ver talentos que lo mismo se presentaban en Nueva York, Londres o Milán.

Mi oficina era pequeña, pero yo tenía mi propia secretaria taquimecanógrafa, y un grupo de abogados y pasantes que se encargaban de tramitar las gestiones que yo operaba desde el escritorio. La dirección de asuntos jurídicos estaba enclavada en el Centro Cultural del Bosque, y desde mi lugar veía balancearse los ahuehuetes milenarios de Chapultepec.

Generoso, el instituto me otorgaba, sin tener que pagar ni un centavo, palcos enteros en el Palacio de Bellas Artes, para la ópera, el ballet y los conciertos de música sinfónica. Yo me daba el lujo de invitar amigos aficionados a la música culta, que me correspondían con cenas o copas en lugares elegantes.

En cierta ocasión, se presentó en Bellas Artes Ángela Gheorghiu, quien en esos días era una jovencísima soprano lírica rumana, a la que se consideraba una revelación en los escenarios de todo el planeta, por su habilidad inusitada para interpretar los repertorios italianos y franceses, además de que era muy bella y el productor invertía fortunas en su vestuario.

Entusiasmado, pedí como favor que me dieran un palco junto al presidencial, que generalmente se encontraba vacío. Desde temprano el teatro estaba a reventar, y mis amigos y yo llegamos a tiempo para no sufrir aglomeraciones. Como dije, de un lado teníamos el palco presidencial, y del otro uno igualmente confortable en el que solamente se sentaron dos ancianas y una mujer madura, discretamente vestidas y arregladas las tres, pero cuyas joyas producían destellos a varios metros de distancia,

Toda la función traté de reconocer a las tres damas, pero, simple y sencillamente, no pude. Al terminar, sin decir nada ni dar explicaciones a nadie, esperé a que salieran de su palco, para saber su identidad, pues estaba seguro de que se trataba de señoras famosas.

No estaba equivocado, era doña Paloma Cordero de De la Madrid, la guapa esposa del ex presidente inmediato anterior, Miguel De la Madrid Hurtado. Alta, espigada, con muy buena figura y porte de princesa, ella era mucho menor que sus dos amigas. En el guardarropa recogieron sus soberbios abrigos de visón, los cuales se pusieron con ayuda de los escoltas que habían ido a auxiliarlas y que me hicieron sentir intimidado para aproximarme a la señora Paloma y decirle lo mucho que me impresionaba su combinación de sencillez y encanto.

Desde los escalones del Palacio vi a la ex primera dama de México, subir al lujoso auto que se la llevó de Bellas Artes y se la llevó de mi vida porque jamás volvimos a coincidir, por más veces que lo intenté.


E Mail: santapiedra@gmail.com



En plena época del periodo presidencial de Carlos Salinas de Gortari, la vida me llevó a ocupar un puesto directivo en el departamento de asuntos Jurídicos del Instituto Nacional de Bellas Artes. Era el responsable de todo tipo de contratos y convenios, además de los asuntos migratorios, tanto del personal académico extranjero como de los artistas internacionales que se presentaban en México.

Era joven, guapo, culto, avispado y ¿por qué no decirlo? tenía tipo de gente decente, lo que me facilitaba el trato con todo tipo de personalidades, incluyendo glorias de la cultura mexicana y del mundo.

Además, entre mis prerrogativas estaba recibir, desde cada jueves, boletos de cortesía para los mejores lugares de cualquier espectáculo que presentara el Instituto, que en aquel entonces monopolizaba la cultura, especialmente en la Ciudad de México, una urbe exquisita que brindaba la posibilidad de ver talentos que lo mismo se presentaban en Nueva York, Londres o Milán.

Mi oficina era pequeña, pero yo tenía mi propia secretaria taquimecanógrafa, y un grupo de abogados y pasantes que se encargaban de tramitar las gestiones que yo operaba desde el escritorio. La dirección de asuntos jurídicos estaba enclavada en el Centro Cultural del Bosque, y desde mi lugar veía balancearse los ahuehuetes milenarios de Chapultepec.

Generoso, el instituto me otorgaba, sin tener que pagar ni un centavo, palcos enteros en el Palacio de Bellas Artes, para la ópera, el ballet y los conciertos de música sinfónica. Yo me daba el lujo de invitar amigos aficionados a la música culta, que me correspondían con cenas o copas en lugares elegantes.

En cierta ocasión, se presentó en Bellas Artes Ángela Gheorghiu, quien en esos días era una jovencísima soprano lírica rumana, a la que se consideraba una revelación en los escenarios de todo el planeta, por su habilidad inusitada para interpretar los repertorios italianos y franceses, además de que era muy bella y el productor invertía fortunas en su vestuario.

Entusiasmado, pedí como favor que me dieran un palco junto al presidencial, que generalmente se encontraba vacío. Desde temprano el teatro estaba a reventar, y mis amigos y yo llegamos a tiempo para no sufrir aglomeraciones. Como dije, de un lado teníamos el palco presidencial, y del otro uno igualmente confortable en el que solamente se sentaron dos ancianas y una mujer madura, discretamente vestidas y arregladas las tres, pero cuyas joyas producían destellos a varios metros de distancia,

Toda la función traté de reconocer a las tres damas, pero, simple y sencillamente, no pude. Al terminar, sin decir nada ni dar explicaciones a nadie, esperé a que salieran de su palco, para saber su identidad, pues estaba seguro de que se trataba de señoras famosas.

No estaba equivocado, era doña Paloma Cordero de De la Madrid, la guapa esposa del ex presidente inmediato anterior, Miguel De la Madrid Hurtado. Alta, espigada, con muy buena figura y porte de princesa, ella era mucho menor que sus dos amigas. En el guardarropa recogieron sus soberbios abrigos de visón, los cuales se pusieron con ayuda de los escoltas que habían ido a auxiliarlas y que me hicieron sentir intimidado para aproximarme a la señora Paloma y decirle lo mucho que me impresionaba su combinación de sencillez y encanto.

Desde los escalones del Palacio vi a la ex primera dama de México, subir al lujoso auto que se la llevó de Bellas Artes y se la llevó de mi vida porque jamás volvimos a coincidir, por más veces que lo intenté.


E Mail: santapiedra@gmail.com