/ martes 29 de marzo de 2022

Joyas chiapanecas | Secreto en Palacio

Hace años trabajaba en un periódico local de Tuxtla Gutiérrez, cuyo nombre no tiene caso recordar en este instante, en el que se me dio la oportunidad de ejercer la entrevista, un género que realmente me atrae y que he aprendido a degustar, aunque en bastantes casos me ha traído muchos amigos de mentiras y enemigos de verdad.

En cierta ocasión se me propuso hacer la semblanza de un joven político, que vivía solo en una enorme mansión, asistido por una decena de sirvientes, incluidos dos choferes, dos escoltas, una cocinera, dos criadas y un mozo-jardinero. “Aquí huele a dinero”, fue lo primero que pensé cuando llegué acompañado por un fotógrafo y toqué el timbre de aquella imponente construcción.

De inmediato vino el jardinero-mozo y nos hizo pasar a un recibidor elegantemente decorado con muebles estilo “Reina Ana”. El ambiente era tal vez un poco femenino para la casa de un soltero: plagado de manteles de encaje, bibelots y un gran florero lleno de alcatraces montado sobre una gran mesa esculpida como si fuera escultura.

Una de las criadas nos trajo limonada y galletas, y nos pidió aguardar un momento, ya que el licenciado estaba a punto de recibirnos. Antes de cinco minutos llegó él, impecablemente vestido con camisa y pantalón de lino. Me saludó con mucha efusividad, me abrazó diciendo que no se perdía uno solo de mis artículos y que no sabía de dónde se me ocurría tanta pendejada.

Al fotógrafo apenas y le dio la mano, como si estuviera extrañado de que un miembro de la servidumbre se integrara al grupo. Sin embargo, debo mencionar que el entrevistado era un muchacho muy joven y presentable. Alto, moreno, bien plantado y de agradables facciones que hablaban de un reciente antepasado europeo. Era también elegante y discreto en su arreglo personal.

Tenía una personalidad andrógina, que yo atribuí a los altos medios sociales en los que acostumbraba desenvolverse. Hablaba y gesticulaba como una auténtica “Reina de Polanco”, y yo lo incitaba a disertar sobre sus antepasados, sobre su infancia, su carrera y ese tipo de cosas.

Iba a preguntarle por qué, teniéndolo todo, no se había casado ni se le conocían novias o parejas, pero el instinto, que jamás me ha fallado, me hizo abstenerme de esas indiscreciones.

Los flashazos se sucedían uno tras otro, el fotógrafo se había impresionado con el personaje y trataba de captarlo desde todos los ángulos.

Desde la sala en la que estábamos sentados se veía, a través de un enorme ventanal, el bien cuidado jardín y la impresionante alberca de mármol estilo romano. “Preciosa casa”, dije a manera de elogio, y el joven se sintió halagado. Me invitó a hacer un recorrido por la propiedad, siempre seguidos del fotógrafo, que no paraba de capturar imágenes de todos y cada uno de los detalles.


Salimos al jardín, nos sentamos en la barra que estaba junto a la piscina, volvimos al interior, fuimos a la biblioteca, al salón de juegos, a las tres salas, los dos comedores y un exquisito patio interior sembrado de limoneros, con el piso de cantera rosa y gris estilo dominó.

Para animar la plática comenté la gran cantidad de diplomas que había colgados en la biblioteca y que habían pertenecido a su padre, a su abuelo, a su bisabuelo y a varios familiares más. “Mi familia es muy ilustre, siempre ha formado parte del gobierno en turno”, me comentó como si estuviera hablando de blasones o títulos nobiliarios en lugar de constancias burocráticas.

De pronto, a mi entrevistado se le iluminaron los ojos y me propuso mostrarme su lugar preferido en aquel palacio. Obviamente accedí, y precedido por él y seguido por el fotógrafo, llegamos a una puerta del segundo piso que supuse sería su habitación.

Entretenido con la charla, el chico abrió de un empellón y ante nosotros, acostado en una gran cama, sin más atuendo que unos calzoncillos estampados en leopardo, había un muchacho muy joven, casi adolescente, que se nos quedó mirando extrañado.

Al darse cuenta de su error, el entrevistado cerró de inmediato y con una sonrisa nerviosa nos dijo que perdonáramos, que la habitación estaba ocupada. Le di una palmada en el hombro y le dije que estuviera tranquilo, que después me mostraría su lugar preferido, cosa que, hasta la fecha, no ha hecho ni pienso que vaya a hacer porque la casa ya fue demolida.


Al salir de aquel palacio pregunté al fotógrafo: “¿viste lo mismo que yo?”, a lo que sutilmente me respondió: “claro, soy pendejo no ciego”.

Hace años trabajaba en un periódico local de Tuxtla Gutiérrez, cuyo nombre no tiene caso recordar en este instante, en el que se me dio la oportunidad de ejercer la entrevista, un género que realmente me atrae y que he aprendido a degustar, aunque en bastantes casos me ha traído muchos amigos de mentiras y enemigos de verdad.

En cierta ocasión se me propuso hacer la semblanza de un joven político, que vivía solo en una enorme mansión, asistido por una decena de sirvientes, incluidos dos choferes, dos escoltas, una cocinera, dos criadas y un mozo-jardinero. “Aquí huele a dinero”, fue lo primero que pensé cuando llegué acompañado por un fotógrafo y toqué el timbre de aquella imponente construcción.

De inmediato vino el jardinero-mozo y nos hizo pasar a un recibidor elegantemente decorado con muebles estilo “Reina Ana”. El ambiente era tal vez un poco femenino para la casa de un soltero: plagado de manteles de encaje, bibelots y un gran florero lleno de alcatraces montado sobre una gran mesa esculpida como si fuera escultura.

Una de las criadas nos trajo limonada y galletas, y nos pidió aguardar un momento, ya que el licenciado estaba a punto de recibirnos. Antes de cinco minutos llegó él, impecablemente vestido con camisa y pantalón de lino. Me saludó con mucha efusividad, me abrazó diciendo que no se perdía uno solo de mis artículos y que no sabía de dónde se me ocurría tanta pendejada.

Al fotógrafo apenas y le dio la mano, como si estuviera extrañado de que un miembro de la servidumbre se integrara al grupo. Sin embargo, debo mencionar que el entrevistado era un muchacho muy joven y presentable. Alto, moreno, bien plantado y de agradables facciones que hablaban de un reciente antepasado europeo. Era también elegante y discreto en su arreglo personal.

Tenía una personalidad andrógina, que yo atribuí a los altos medios sociales en los que acostumbraba desenvolverse. Hablaba y gesticulaba como una auténtica “Reina de Polanco”, y yo lo incitaba a disertar sobre sus antepasados, sobre su infancia, su carrera y ese tipo de cosas.

Iba a preguntarle por qué, teniéndolo todo, no se había casado ni se le conocían novias o parejas, pero el instinto, que jamás me ha fallado, me hizo abstenerme de esas indiscreciones.

Los flashazos se sucedían uno tras otro, el fotógrafo se había impresionado con el personaje y trataba de captarlo desde todos los ángulos.

Desde la sala en la que estábamos sentados se veía, a través de un enorme ventanal, el bien cuidado jardín y la impresionante alberca de mármol estilo romano. “Preciosa casa”, dije a manera de elogio, y el joven se sintió halagado. Me invitó a hacer un recorrido por la propiedad, siempre seguidos del fotógrafo, que no paraba de capturar imágenes de todos y cada uno de los detalles.


Salimos al jardín, nos sentamos en la barra que estaba junto a la piscina, volvimos al interior, fuimos a la biblioteca, al salón de juegos, a las tres salas, los dos comedores y un exquisito patio interior sembrado de limoneros, con el piso de cantera rosa y gris estilo dominó.

Para animar la plática comenté la gran cantidad de diplomas que había colgados en la biblioteca y que habían pertenecido a su padre, a su abuelo, a su bisabuelo y a varios familiares más. “Mi familia es muy ilustre, siempre ha formado parte del gobierno en turno”, me comentó como si estuviera hablando de blasones o títulos nobiliarios en lugar de constancias burocráticas.

De pronto, a mi entrevistado se le iluminaron los ojos y me propuso mostrarme su lugar preferido en aquel palacio. Obviamente accedí, y precedido por él y seguido por el fotógrafo, llegamos a una puerta del segundo piso que supuse sería su habitación.

Entretenido con la charla, el chico abrió de un empellón y ante nosotros, acostado en una gran cama, sin más atuendo que unos calzoncillos estampados en leopardo, había un muchacho muy joven, casi adolescente, que se nos quedó mirando extrañado.

Al darse cuenta de su error, el entrevistado cerró de inmediato y con una sonrisa nerviosa nos dijo que perdonáramos, que la habitación estaba ocupada. Le di una palmada en el hombro y le dije que estuviera tranquilo, que después me mostraría su lugar preferido, cosa que, hasta la fecha, no ha hecho ni pienso que vaya a hacer porque la casa ya fue demolida.


Al salir de aquel palacio pregunté al fotógrafo: “¿viste lo mismo que yo?”, a lo que sutilmente me respondió: “claro, soy pendejo no ciego”.